EL ARTE DE HACER ETERNO LO QUE NO LO ES, O…
Él pensó en ella y su rubor escondido en medio de su rubia melena,
en sus ojos grises azulados y su boca tierna y frágil que sonreía con misterio
y ternura. Y… ¡Estoy aquí enamorado! La voluntad entregada totalmente a la
belleza pasajera de una mujer, no a una persona, no a un ser humano infinito,
sino a la carga de sensualidad y belleza en ella. La juventud y su atuendo de
seda en la cara, el cuerpo, las manos y un largo etc. suplen la dinámica
austera de la verdad escondida en la dinámica del espíritu: el amor es amor a
aquello que no puede pasar, que no desmaya ante el transcurrir del tiempo; es y
debe estar en continuo aumento por la riqueza de vida trasportada por el todo
oculto en nuestro ser.
Su ilusión era el brillo de aquello donde la vida hacia sus surcos
y sembraba sus señuelos. Las luces de las ciudades, el oropel de los casinos,
los hoteles de lujo, las grandes y pequeñas tiendas llenas de objetos raros,
misteriosos y preciosos, enajenaban su ser y lo impulsaban a vivir y respirar
solamente para obtener su esplendor. La vida carecía de sentido sin ello, no valía
la pena luchar por lo vulgar, lo repetido, lo corriente; la única realidad
aceptable era aquello que sobresalía de lo demás; aquello donde la realidad
reflejaba la grandeza de lo hecho por las manos prodigiosas del hombre; aquello
que solamente, en ese momento, podía soñar. Las mansiones inmensas llenas de
cuadros, jarrones, lámparas, espejos, miniaturas etc. donde el arte y la
paciencia habían cosechado la inmortalidad. Los automóviles, los yates, las
islas, el atardecer en una playa tropical exclusiva y tantas cosas que no
podría disfrutar, por el momento. Eso eran sus sueños.
Sabía mandar sin presunción; lograba dar órdenes sin que parecieran
tales; se movía como anguila en el agua allí donde la naturaleza de lo social establecía
sus cuitas. El poder de ordenar, de jugar con los otros a su antojo, el
respecto que inspiraba el mando y la dulzura del lograr aquello donde tantos
habían fracasado lo movía a buscar el poder, todo tipo de poder. Nada era más irresistible
para él, que aquella sensación de llevar “el ganado” a su redil. De juzgar y
acertar acerca de los sentimientos, emociones y caprichos de los otros. Como le
gustaba arrimarse al fuerte, al inteligente, al poderoso y absorber su génesis
y su pensamiento, su destreza y la fuerza de sus palabras. Quería ser todo
aquello que los grandes hombres de la historia fueron. Deseaba la inteligencia,
ese algo sutil y escondido en lo intrincado de un ser político que lo hacía
invulnerable a la mediocridad y lo elevaba como un pequeño dios sobre los
demás. Eso era todo su sentido vital, nada era comparable, no había otra cosa
más inmensa que su verdad.
No era nadie, pensaba de si mismo, pero con el tiempo las
generaciones futuras y quizás algunas personas del presente, sentirían la magia
de su arte, esa dimensión de vida que impartía a los retratos y esculturas que
su fantasía prefiguraba en los entresijos de su imaginación. El arte, como
brillaba en un mundo corrompido por el dinero, el hedonismo, las vulgaridades
de la vida diaria y el continuo vivir para el pasar. Era la dimensión más próxima
a la eternidad que había en este insulso destino cotidiano de su vida; era su
aporte al hombre desde la otra dimensión donde se podía ser y sufrir. También
su poesía, completaba la riqueza impartida gratuitamente a la humanidad,
aquella gente inconsciente de su dimensión que ocultaba bajo oropel, luces y
trapos todas sus miserias. Él era su luz, en medio de tanta oscuridad; él tenía
la llave para abrirles su ser a otra dimensión; él era donde muy pocos eran y
nadie podría negarle su dimensión: él era el genio.
Pero afuera en la oscuridad de la noche, mientras los otros pensaban
en sus grandes soluciones y vidas, un vagabundo, sonreía a la noche y jugaba
con el destino de otros semejantes, enjuagando sus lamentos, cuidando su vida y
su ser, alimentando su esperanzas de encontrar el camino para salir de la implacable
situación de drogadicto, alcohólico, prostitución y vicio donde una serie de
sucesos personales, de familia y sociales lo habían excluido y esclavizado. Él
no pedía nada para sí, sólo quería consolar y alentar la vida que se refugiaba
en la miseria, su dolor por el dolor ajeno era su fuente de vida y su entrega
más remuneradora pese al sufrimiento y coste personal que ello significaba.
Había invocado su destino y su impulso vital era hacía los otros. Había
interiorizado aquellas palabras misteriosa: “nadie ama más a sus amigos que
quien da su vida por ellos” (Jn 14-13). Y su pasar transcurría dándose…
Ella no soñaba, era demasiado realista para no darse cuenta de
donde había pisado tierra su existencia. Soñar, soñaba con algo que transcendía
todo lo conocido, vivido y deseado hasta el momento: amaba la luz, el aire
fresco o cálido de los días, las noches estrelladas y lúdicas o las tormentas
que dejaban su estrépito en los cielos y después suavizaban el día o la noche
como si hubiesen barrido la maldad del mundo. Amaba la vida, los árboles, las
flores, los animales grandes y pequeños, los cielos mutantes y las nubes
incrustadas en el azul cambiante de la atmósfera; pero sobre todo amaba el
amor, ese sentimiento que brotaba incontenible desde lo más profundo de su ser
y la hacia transparente de figura, cara, ojos y mente a los demás. Pero su
espíritu soñaba con la soledad, la entrega total a no sabía quien; la esmerada
fuerza de un amor total e imposible que la estaba esperando en alguna parte
desconocida. Y su alma, su mente y su cuerpo escogieron la noche de los
sentidos en busca de la luz del SER qué ES. Y la puerta del claustro se cerró tras ella...
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